sábado, 20 de diciembre de 2008

Apuntes Para la Participación Popular

Carlos Sandoval (Rebelion).-- La lucha por la construcción del socialismo no es un proceso mecánico que se vaya a dar automáticamente, como por arte de magia , sino que presupone la acción colectiva consciente de una diversidad de sujetos sociales que, tomando conciencia de su papel como agentes de cambio, logren incidir en el desarrollo dialéctico de la historia. Nuestro socialismo sólo puede ser conquistado por medio de la acción del pueblo, en su más amplio sentido, lo que significa que, contrario a la práctica de grupos anquilosados en interpretaciones dogmáticas y mecánicas del marxismo [1] , un grupo vanguardista de selectos revolucionarios no será suficiente para la construcción de esa sociedad post-capitalista; es el pueblo quien tiene que convertirse en partícipe activo de su liberación; es el pueblo consciente y organizado quien debe tomar las riendas de su propio destino. Es por eso que nuestra acción revolucionaria debe ir encaminada hacia la multiplicación del sujeto colectivo que es a la vez agente de cambio (sujeto-agente), por medio de la construcción de conciencia. A continuación presentamos algunas anotaciones que pretenden delinear una serie de principios para impulsar la participación del pueblo en la lucha por un nuevo orden social.
I. La participación del pueblo como sujeto histórico y agente transformador
A menudo, quienes estamos comprometidos con la lucha social, nos encontramos con el obstáculo de la indiferencia y la ausencia de grandes sectores del pueblo en este proceso. Quizá nos sea familiar aquella escena en la que llegamos a una reunión, un curso o una asamblea en donde serán tratados temas de importancia para la lucha de nuestro pueblo, y... el pueblo es precisamente el gran ausente. Llegamos a un espacio en donde las pocas caras presentes son las mismas de siempre. ¿Cómo es que, si se supone que luchamos por los intereses del pueblo, gran parte del pueblo sigue siendo indiferente a los procesos de lucha? ¿Por qué incluso entre sectores sociales visiblemente marcados por la explotación y opresión capitalista, la participación sigue siendo mínima? ¿Por qué ese rechazo a participar en la lucha? ¿Cómo podemos promover la participación popular en la lucha? ¿Qué tipo de participación buscamos animar?
Para poder contestar estas preguntas, debemos empezar por analizar el carácter y la naturaleza histórica de ese pueblo al que queremos integrar a la lucha. Lograr la participación del pueblo no es algo fácil. No olvidemos que después de todo somos producto de nuestra existencia dentro del sistema capitalista, y por ende arrastramos algunos valores y actitudes como la pasividad, la indiferencia, el paternalismo, etc. Si bien, los seres humanos, como individuos somos sujetos, también es cierto que nuestra subjetividad es el resultado de la interacción entre una multiplicidad de determinaciones históricas. No olvidemos que los seres humanos, además de nuestra biología, somos seres sociales, construidos socia y culturalmente , por lo que nuestra personalidad está condicionada por un entorno histórico, político, económico y social, que hoy se llama “capitalismo”. En La Ideología Alemana , Marx y Engels escribían que los individuos “se encuentran ya con sus condiciones de vida predestinadas, por así decirlo; se encuentran con que la clase les asigna su posición en la vida y, con ello, la trayectoria de su desarrollo personal; se ven absorbidos por ella,” [2] es decir, los individuos son producto de una sociedad históricamente dada.
En su Sexta Tesis sobre Feuerbach, Marx escribía que “la esencia del hombre no es ninguna abstracción inherente al individuo aislado. En su realidad es el conjunto de las relaciones sociales.” [3] Los seres humanos no nacemos libres de toda determinación, sino que nuestro pensamiento y nuestro comportamiento, están en gran medida afectados por nuestra composición psicosocial, cultural, etc. Para la visión marxista, “la historia humana aparece como un proceso de historia natural; sus actores son sin duda los propios hombres, pero hombres producidos [y reproducidos] en las relaciones sociales y por ellas.” [4] Podemos decir, entonces, que los seres humanos estamos hechos a imagen y semejanza del sistema social en el que nos desarrollamos. Si el sistema capitalista está basado en la propiedad individual, nosotros, como producto de este sistema, somos en gran medida, individualistas, egoístas y centrados en nuestro interés personal; si el sistema capitalista es patriarcal, nosotros tendemos a pensar la sociedad jerárquicamente, a interiorizar nuestro papel de género asignado, etc. La esencia de los seres humanos, entonces, no es una esencia trascendental, natural, o abstracta, sino que es una esencia histórica. En otras palabras, la única esencia de los seres humanos es su determinación [5] histórica: la tendencia a vivir subordinados e incluidos en las relaciones sociales capitalistas.
Ya Foucault nos prevenía de pensar al sujeto humano como algo dado, previo a las prácticas sociales. En su crítica al marxismo academicista, nos decía que es un error pensar que la conciencia de los hombres es sólo el reflejo o la expresión de las condiciones económicas de la existencia, pues esto supone en el fondo, “que el sujeto humano, el sujeto de conocimiento, las mismas formas del conocimiento, se dan en cierto modo previa y definitivamente, y que las condiciones económicas, sociales y políticas de la existencia no hacen sino depositarse o imprimirse en este sujeto que se da de manera definitiva” [6] . Efectivamente, el sujeto no es sólo el reflejo de las condiciones sociales de su existencia, sino que es construido por ellas. Foucault nos presenta “ un sujeto que se constituyó en el interior mismo de [la historia] y que, a cada instante, es fundado y vuelto a fundar por ella” [7] . Ahora bien, según Foucault, las nuevas formas de subjetividad emergen a partir de las prácticas jurídicas, como parte de las prácticas sociales. No vamos a entrar aquí a detallar o comentar esta parte del análisis de Foucault. Lo que interesa por el momento, es dejar claro que los sujetos humanos –su esencia– no son algo natural y trascendente, sino que son construidos históricamente a partir de las condiciones sociales, económicas, políticas, y culturales de su existencia.
¿Cuáles son los mecanismos por los cuales se construyen los sujetos a partir de las determinaciones históricas?
Si bien es cierto que las determinaciones históricas se dan principalmente en la estructura económica, también es cierto que la construcción del sujeto sucede fundamentalmente en el terreno de la superestructura, ya sea en las prácticas jurídicas como nos dice Foucault, o en el terreno de la ideología, como argumenta Althusser. Por el momento nos será más útil para la presente exposición detenernos en la concepción althusseriana de ideología, pues incluso las formas jurídicas a las que alude Foucault podrían entenderse como formas ideológicas en última instancia.
Pues bien, Althusser nos muestra cómo los valores heredados por el capitalismo son reproducidos por los aparatos ideológicos de Estado, los cuales tienen la función de diseminar la ideología dominante en las clases explotadas. Para que el capitalismo se pueda mantener, para que pueda seguir existiendo, es necesario que reproduzca las condiciones de su existencia, es decir, las condiciones de producción. Esto significa que el capitalismo tiene que reproducir tanto a los medios de producción, como a la fuerza de trabajo. Según Marx, la reproducción de la fuerza de trabajo se da a través del salario. Es decir, el salario es el valor suficiente para que la obrera o el obrero pueda comer, descansar, recrearse, y así regresar a trabajar al siguiente día. El salario también tiene que ser suficiente para que el obrero pueda criar y educar a sus hijos, los futuros proletarios. Sin embargo, según Althusser, esto no es suficiente. Para reproducir la fuerza de trabajo, es necesario también reproducir el sometimiento ideológico del obrero al sistema capitalista. En otras palabras, la obrera o el obrero tienen que aceptar como normales las condiciones de su existencia, que son condiciones de explotación. Pues bien, para que ellos acepten como normal su explotación, tienen que haber interiorizado la ideología dominante, que no es más que el conjunto de los valores, principios morales, concepciones, etc., propios del sistema capitalista.
Esta interiorización no sucede como un evento posterior a la formación del ser humano. Recordemos que es un error pensar que la ideología entra en los sujetos, como si estos existieran antes de la ideología, como si fueran recipientes vacíos en donde se introduce la ideología. Por el contrario, desde antes de que nazcan, los individuos ya son sujetos ideológicos, en el sentido de ser sometidos a una visión del mundo dominante. Nacen en un mundo marcado por prácticas sociales que son reguladas por aparatos ideológicos, cuya función es precisamente, construir a los sujetos con maneras tales que puedan ser sometidos a la explotación y verla como algo normal.
Althusser nos dice que la ideología dominante se reproduce por medio de lo que él llama, los aparatos ideológicos de Estado , es decir, la escuela, los medios de comunicación, los medios culturales, la familia, la iglesia, etc. Estos forman las mentes y los corazones de las masas de la población, afectando así no sólo su comportamiento, sino su pensar y su sentir. En otras palabras, todas las prácticas sociales son prácticas ideológicas, en el sentido de que los seres humanos no pueden actuar sino en base a una ideología. Aquí es importante mencionar que cuando decimos ideología, nos referimos a la concepción imaginaria que se hacen los individuos de su relación con las condiciones de su existencia. Es por medio de la ideología que los individuos se reconocen como sujetos. Ahora bien, el Estado, a través de sus aparatos ideológicos se encarga de que esa ideología que guía los actos de los individuos, sea precisamente la ideología dominante (hoy la ideología burguesa).
Por supuesto, todo esto no quiere decir que el individuo esté imposibilitado para interactuar con las condiciones heredadas y no pueda desarrollar su propia conciencia de clase en oposición a la impuesta por el sistema. Por el contrario, como apunta Althusser, “los aparatos ideológicos de Estado no son la realización de la ideología en general, ni tampoco la realización sin conflictos de la ideología de la clase dominante” [8] . Toda ideología es producto de la lucha de clases. Si bien es cierto que la ideología dominante es la que forma las conciencias de los sujetos, también es cierto que hay una serie de ideologías subalternas que están en constante resistencia, “tendencias ideológicas diferentes, que expresan las 'representaciones' de las diferentes clases sociales” [9] . Si no existiera esta lucha ideológica entre las clases sociales, los seres humanos estarían condenados a una vida mecánica, predeterminada, de simples títeres del sistema, sin ningún tipo de posibilidad de cambio. Si la ideología correspondiera siempre exactamente y sin ningún conflicto al sistema dominante, entonces no habría incluso posibilidad de historia. Obviamente esto no es así, los sujetos crean su propia historia, desafiando a esa ideología dominante que no corresponde con su realidad material. Es por esto que decimos que los sujetos son también agentes de su propia historia.
Sin embargo, cuando decimos que los sujetos son también agentes en la medida en que pueden crear su propia historia, no queremos decir con ello que este sea un proceso fácil, que se da espontáneamente, y que sólo hay que esperar a que el pueblo despierte y construya su historia. Por el contrario, no debemos olvidar que después de todo la conciencia de los sujetos está construida principalmente por la ideología del sistema capitalista –un sistema para el cual los hombres y mujeres son concebidos como objetos, privados de su capacidad creativa, enajenados económica pero también política e ideológicamente– por lo que es de suponer que el primer obstáculo con el que nos hemos de enfrentar al tratar de impulsar la participación en el pueblo, será precisamente ese conjunto de valores heredados del capitalismo con los que hemos sido formados, indiferencia, apatía, pasividad, derrotismo, etc.
¿Cómo es posible contrarrestar la ideología dominante?
Hemos visto que dada la historicidad de la esencia humana y el papel fundamental de los aparatos ideológicos de Estado en la reproducción de la ideología dominante, estos valores y conductas están fuertemente arraigados en el sentir popular, lo que implica que contrarrestarlos no será nada fácil, sino que por el contrario implica un proceso largo y de mucho esfuerzo pedagógico. La participación popular no puede darse de la noche a la mañana. En su artículo Herramientas para la participación , Marta Harnecker, en alusión a la Venezuela Bolivariana advierte que “la participación no se decreta desde arriba. Implica un largo proceso de aprendizaje. Una lenta transformación cultural y, por lo tanto, sus frutos nunca se cosecharán de inmediato. Recordemos que en nuestro pueblo subyace aún una 'cultura' de intermediación política, de la representación, del clientelismo, de profundas prácticas individualistas...” [10] La participación implica un proceso lento y profundo de cambios cualitativos en la conciencia popular.
Hay dirigentes que, llevados por un afán bienintencionado de crecimiento, priorizan el aspecto cuantitativo del desarrollo, por encima del proceso cualitativo, como si la participación popular pudiera medirse sólo en números y no en conciencia. Estos compañeros le apuestan más a las movilizaciones masivas, en donde hordas de hombres y mujeres son llevados por distintos medios a marchas, manifestaciones, etc., pero prescindiendo de una convicción consciente de su participación y compromiso en la lucha. En algunos casos, las masas participan mecánicamente en las movilizaciones porque los dirigentes les intercambian su participación por promesas de concesiones economicistas, como vivienda, o garantías laborales. Así, las masas participan no por convicción sino por un interés individual y a veces utilitarista. Es claro que “las masas” tienen motivos justos que plantear con sus demandas sociales y políticas inmediatas. No se confunde esa necesidad de plataformas de lucha y pliegos de demandas con el clientelismo, que considera ese sí, que las demandas dependen de la relación entre el Estado y los líderes o las organizaciones políticas o sociales que encabezan al pueblo a la hora de presentar y negociar sus demandas. Pero lo relevante aquí es notar que, en los casos en donde las masas no se movilizan por conciencia, en su mayoría, al conseguir sus demandas inmediatas los compañeros dejan de participar, pues no ven más la necesidad de la lucha.
Este tipo de participación como clientes o masas sin identidad ni autonomía no contribuye a la construcción del sujeto-agente de cambio. En estos casos, los dirigentes suelen ver al pueblo como un objeto pasivo, que es utilizado para conseguir objetivos políticos particulares. Estos dirigentes olvidan que la participación, como bien dice Isabel Rauber, “se construye de forma predominantemente consciente porque la lucha contra la lógica del capital, la construcción de una lógica propia, revolucionaria, y la conformación de un proceso social articulado orientado al socialismo, no se produce mágica, espontánea ni mecánicamente. Requiere de la voluntad organizada y la participación consciente de todos los actores sociales cuya actividad cuestionadora y transformadora hace al proceso mismo.” [11]
En este punto es necesario remarcar el carácter amplio, heterogéneo, complejo y diverso del sujeto-agente transformador. Hasta hace algunas décadas dominaba en los movimientos de izquierda una interpretación rígida y dogmática de la visión marxista que postulaba un sujeto revolucionario reducido y excluyente, cuyo papel histórico era el de dirigir a todos los demás grupos sociales en la lucha anti-capitalista. Así, el proletariado, sujeto revolucionario por excelencia, se reducía a aquella clase de obreros industriales, quienes irían adelante de cualquier otro estrato social. El proletariado a su vez, era representado por el partido revolucionario, la cabeza de la clase revolucionaria, y el partido, finalmente, era supeditado al comité central, quien tenía la función de pensar por el partido, que a su vez pensaba por el proletariado, que a su vez pensaba por el pueblo. No es necesario decir que este esquema hoy está rebasado. La experiencia misma nos ha enseñado que no puede haber liberación del pueblo sin el pueblo. Hoy, “cualquier política emancipatoria debe partir de la idea de un sujeto múltiple que se articula y define en la acción común, antes que suponer un sujeto singular, pre-determinado, que liderará a los demás en el camino del cambio” [12] .
Podemos decir entonces que para impulsar la participación del pueblo (explotado, oprimido, discriminado) en la lucha por su liberación, es necesario primero reconocer la esencia de ese pueblo, que aquí resumimos en tres características:
1. El pueblo es sujeto histórico, producto de un modo de producción específico y construido ideológicamente.
2. El pueblo es a la vez, agente transformador, y puede cambiar la sociedad de la que es producto.
3. El pueblo como sujeto-agente transformador, es diverso y complejo.
Esto nos indica que la liberación del pueblo es posible, pero requiere de un proceso largo de concientización y transformación cultural que reconozca la diversidad de los grupos sociales que forman al pueblo y que reproducen día con día su sociedad. Por tanto, impulsar la participación popular presupone la construcción de un actor social colectivo, consciente y “capaz de pensar y realizar las transformaciones, la acción, o suceso, o manifestación, o fenómeno político social de que se trate en cada momento. Y esto requiere tiempo” [13] . Es claro que la participación popular no es resultado de la manipulación, ni puede conseguirse a base de engaños o mentiras, y no puede conseguirse sin el reconocimiento del pueblo amplio y diverso como sujeto-agente transformador.
II. La participación como construcción de conciencia
Hemos dicho ya que la construcción del socialismo no la van a llevar a cabo las vanguardias. La experiencia del “socialismo real” nos ha demostrado que la ausencia del pueblo consciente en todos los aspectos de la lucha, es devastadora para el proceso, pues es querer construir sin cimientos. Ahora bien, para impulsar la participación del pueblo en los procesos de lucha, debemos reconocer que lo que necesitamos son sujetos [14] revolucionarios, y no objetos que sean utilizados por los “revolucionarios”. Esto significa que nuestra tarea no se limita “a llevar las ideas y propuestas del partido hacia la población en el supuesto de que ella es sólo 'fuerza material de realización de las ideas-verdades del partido'” [15] sino que debemos ser capaces “de concertar voluntades, abrir los espacios a las mayorías, conscientes de que los desafíos reclaman su involucramiento pleno” [16] . Nuestra tarea, pues, es construir conciencia.
¿Pero qué significa esto de construir conciencia?
Cuando hablamos de construir conciencia, hablamos fundamentalmente de la capacidad del pueblo para identificar las raíces de sus problemas económicos, políticos, y sociales, sembradas en el sistema de relaciones sociales capitalista y patriarcal, así como de la necesidad de la transformación profunda de su entorno. La conciencia se construye a partir de la realidad y la reflexión sobre la realidad, es decir, es un error pensar que le vamos a enseñar al pueblo que está siendo oprimido, pues por su experiencia de vida, esto es parte de su realidad, y nadie sabe más de la opresión que el pueblo oprimido. Está ya en la conciencia del pueblo el sentir la realidad de explotación y opresión. Sin embargo, construir la conciencia significa que, a partir de estas realidades, podemos contribuir a identificar las causas y mecanismos de la opresión, que en muchos casos no son evidentes. Es decir, podemos aportar elementos para la reflexión con el pueblo y como parte del pueblo sobre el funcionamiento del sistema que produce esa realidad de la que parte la experiencia.
Ahora bien, construir conciencia también es contribuir a la visibilización de la necesidad de cambio, es decir, no sólo identificar las causas sistémicas de la opresión sino la necesidad y posibilidad del cambio. En muchos casos esto también ya es parte del sentir y el pensar del pueblo, como en los casos de las comunidades más marginadas, en donde se lleva a cabo una lucha día con día por cambiar su realidad. Sin embargo, existen otros casos en donde a pesar de la experiencia de vida en una realidad de explotación y marginación, el sistema ha logrado imponer la visión de la inevitabilidad, es decir, de que no se puede cambiar y no hay alternativa. Esto es evidente en algunos comentarios con gente del pueblo que nos dice “esto nunca va a cambiar” o “no hay de otra”. Como ya mencionábamos, el Estado actual no sólo gobierna con medios coercitivos e impositivos, sino que en mayor o menor medida busca crear hegemonía, es decir, busca también a través de sus aparatos ideológicos hacer que el pueblo oprimido acepte su opresión, que esté de acuerdo con su opresión. A través de las instituciones educativas, de la iglesia, de los medios de comunicación, de los intelectuales de las clases dominantes, el Estado busca crear un consenso en las clases dominadas que justifique el dominio de las clases dominantes. Todo esto hace que algunos sectores del pueblo oprimido comiencen a interiorizar la idea de que es inevitable y que no hay alternativa, que el orden actual de las cosas es el único posible. Estos sectores, fundamentalmente se encuentran en el ámbito urbano, estudiantil, en los jóvenes mediatizados por la televisión, las modas, etc., en los obreros, en los sectores afiliados a los sindicatos charros, a los partidos políticos, que han sido convencidos de que cualquier cambio sólo puede ser gestionado por la vía institucional. Es en estos casos en donde la construcción de conciencia debe hacer énfasis en la necesidad de cambio y su posibilidad. La construcción de conciencia debe ir encaminada hacia la construcción de una contra-hegemonía [17] que haga contrapeso a la hegemonía del Estado. Esto quiere decir, que debemos lograr ganarnos las mentes y los corazones del pueblo , de forma que cada vez más sectores comiencen a ver que sí hay opciones, que sí se puede cambiar la realidad, y que no sólo sí se puede cambiar la realidad, sino que es una necesidad para todo aquel que ame la vida y la humanidad.
Esto último es importante porque puede ser que alguien esté consciente de la opresión, de sus causas y de la posibilidad del cambio, pero que no tenga la disposición de actuar activamente en la lucha por ese cambio. Esto se da en muchos casos por el temor a ser reprimido, por estar absorbido en la lucha inmediata por la supervivencia, o simplemente por indiferencia, como es el caso de muchos sectores de la clase media. En este sentido, es importante que la construcción de la conciencia incluya la disposición a luchar.
Para resumir, podemos decir que la construcción de conciencia puede entenderse en cuatro dimensiones, todas complementarias, y todas necesarias para la participación del pueblo en la lucha popular:
1. Conciencia de la realidad de explotación y opresión
2. Conciencia de las causas sistémicas de esta explotación y opresión
3. Conciencia de la necesidad y la posibilidad del cambio
4. Disposición a luchar por el cambio
La relación entre lo económico-social y lo político
Cabe destacar en este punto que la conciencia de lucha, en sus cuatro dimensiones ya señaladas, tiene que desarrollarse en dos niveles relacionados entre sí, es decir, en el nivel económico-social y en el nivel político . Tradicionalmente, la formula para desarrollar la conciencia pasaba del primero al segundo, es decir, se decía que el pueblo primero desarrollaba conciencia en el aspecto económico-social, por demandas economicistas como vivienda, mejores condiciones de trabajo, apoyos para la producción, etc., y posteriormente, los revolucionarios tenían que trabajar para convertir esa conciencia económico-social en conciencia política. En palabras de Isabel Rauber, “la política era considerada un estadío jerárquicamente superior respecto de las prácticas de las luchas sociales y la conciencia en ellas construida. Contraponiendo lo social a lo político, se pretendía que tener conciencia política implicaba el abandono de lo reivindicativo para dedicarse a la militancia político partidaria. Esta era –supuestamente– la única vía para superar la conciencia economicista alienada y la enajenación en sentido general” [18] . Desde este punto de vista, un militante tenía que ser meramente político y su nivel de conciencia, por el hecho de ser sólo político, se consideraba superior al del pueblo que luchaba por demandas económicas o sociales.
En el otro polo, hay todavía activistas que desdeñan el desarrollo de la conciencia política del pueblo y se dedican a promover la conciencia de lucha económico-social del pueblo, enfocándose únicamente a los procesos de gestión, de marchas por derechos laborales, de huelgas estudiantiles, obreras, etc. Sin impulsar el aspecto del desarrollo político de la conciencia de lucha.
Hoy estamos convencidos de que estos dos niveles de conciencia (económico-social y político) no son independientes uno del otro, sino que son complementarios, y están relacionados dialécticamente. Es decir, no puede haber conciencia de lucha que sea puramente económica o puramente política. Es un error separarlas y buscar impulsar sólo un aspecto. De igual forma, ya no podemos pensar que un nivel es superior al otro. En este sentido Ezequiel Adamovsky ofrece un buen análisis que ilustra el por qué de esta interrelación.
Siguiendo a Foucault, Adamovsky nos recuerda que el poder no es algo externo a la sociedad, sino que ha logrado penetrar todos los aspectos de la vida cotidiana. Pensar en la mecánica del poder, nos dice Foucault, es pensar “en su forma capilar de existencia, en el punto en el que el poder encuentra el núcleo mismo de los individuos, alcanza su cuerpo, se inserta en sus gestos, sus actitudes, sus discursos, su aprendizaje, su vida cotidiana” [19] . En otras palabras, el poder no sólo se ejerce desde el gobierno, o desde las estructuras del Estado, sino que ha penetrado en nuestras vidas y relaciones cotidianas. “En la sociedad capitalista, el poder se estructura en dos planos fundamentales: el plano social general (biopolítico), y el plano propiamente político (el estado)” [20] .
El poder político del Estado es algo difícil de ocultar. Este poder se manifiesta en el aparato de Estado, propiamente dicho, en los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Se ve todos los días en las policías, en los retenes del ejército, en los juzgados, en los gobernantes, en los partidos políticos, etc. El poder político está ahí en donde se reprime violentamente una manifestación, en las comunidades militarizadas, en los paramilitares que hostigan a los pueblos en lucha, en las detenciones políticas, en los tratados de libre comercio firmados a espaldas del pueblo, en las reformas estructurales que consolidan el despojo de los recursos nacionales.
Sin embargo, lo que quizá no sea tan obvio, es el poder biopolítico . Este poder es el que ha penetrado todos los aspectos de nuestra vida cotidiana (de ahí el prefijo “bio” que significa “vida”). El poder biopolítico se manifiesta en nuestra salud , que depende de las relaciones mercantiles o en los presupuestos del gobierno; en la educación , a la que cada vez tenemos menos acceso por el proceso de la privatización; en la cultura , que se ha ido perdiendo para dar paso a la cultura del McDonalds, de la Coca Cola , de las películas de Hollywood; en nuestro hogar , en donde se reproducen las jerarquías de la sociedad capitalista cuando el jefe del hogar impone su voluntad a su mujer y a sus hijos, o cuando nos sentamos a ver la televisión para que los medios de comunicación nos digan qué pensar y qué sentir; en las calles cuando exigimos que se nos trate de cierta forma en un restaurante o una tienda de abastecimiento porque estamos pagando, y el que paga tiene poder, o en caso contrario, cuando tenemos que agachar la cabeza ante el patrón o ante el marchante que nos compra nuestra mercancía; en nuestro lugar de trabajo cuando nos gritan los patrones, o cuando nos quedamos callados por temor a perder el trabajo; en nuestros gestos y actitudes cuando nuestro criterio de valor se expresa en términos monetarios, es decir, cuando valoramos algo sólo por cuánto cueste, cuando reclamamos nuestra propiedad privada, cuando nos centramos en nuestro interés personal de individuo. Este es el poder biopolítico, el que está en toda nuestra vida, en la salud, la educación, la cultura, el hogar, el trabajo, nuestros gestos y actitudes, etc. “El poder ya no [sólo] domina desde afuera, parasitariamente, sino desde adentro de la propia vida social” [21] .
Ahora bien, la sociedad capitalista actual precisa de ambas formas de poder (el biopolítico y el poder del Estado) para reproducirse. Para los capitalistas, no sería suficiente con el poder biopolítico para dominar al pueblo, pues cuando algún sector de la población se rebelara, o se saliera de ese orden social, no habría cómo reprimirlos. Tampoco se podría administrar la explotación y el despojo en territorios muy amplios sin el poder del Estado. Pero de igual forma, no sería suficiente para los capitalistas el poder del Estado porque entonces, cada vez más gente se rebelaría contra el gobierno. En este sentido, la sociedad actual se mantiene por la relación entre el poder político y el biopolítico.
Si esta es la realidad, nos dice Adamovsky, entonces nuestra estrategia de liberación tiene que tomar en cuenta tanto el poder político como el biopolítico. Dicho de otra forma, nuestra lucha por la liberación, y la conciencia necesaria para desarrollar esta lucha, tienen que tomar en cuenta lo propiamente político, pero que va de la mano con lo social, lo económico, lo cultural, etc. También en estos ámbitos se debe llevar a cabo la lucha por la transformación social.
Entonces, no es suficiente con que desarrollemos una conciencia de lucha política, de la necesidad de la ruptura y de la posibilidad de cambiar al gobierno, sino que además [22] se necesita desarrollar una conciencia de la necesidad de cambiar nuestras formas de relacionarnos con los demás, se necesita democratizar las estructuras de nuestras organizaciones, se necesita luchar por la cultura, se necesita construir procesos autónomos de educación y formación, se necesita luchar por la vivienda y por la salud como espacios de poder popular, etc. Es decir, la lucha también se da en esos aspectos sociales-económicos de nuestra vida. Desarrollar la conciencia en un aspecto tiene que ir acompañado del otro, es decir, no podemos enfocarnos sólo a desarrollar conciencia de lucha económico-social ni tampoco sólo a desarrollar conciencia de lucha política , sino que la conciencia tiene que incluir estas dos dimensiones, sin verlas como distintas o independientes . En este aspecto, Isabel Rauber nos dice que “la articulación de lo reivindicativo y lo político... traza un camino concreto de lucha contra la alienación política y por la democratización de la participación político-social protagónica de los diversos actores sujetos” [23] .
Con todo lo anterior, nos queda claro que la concientización es algo complejo, pero de ninguna manera imposible. Este proceso de construir conciencia debe poder desarrollar la capacidad de identificar las causas sistémicas de los problemas sociales y establecer su relación con lo político, debe dilucidar la necesidad y posibilidad de cambio y generar la disposición de lucha por ese cambio tanto en lo social como en lo político. El proceso de politización toma en cuenta lo político y lo biopolítico. Así, la politización implica darnos cuenta de que la transformación social comienza desde uno mismo, desde su realidad inmediata, aunque no termina ahí; implica identificar y combatir los vicios que arrastramos, pero también construir una cultura alternativa al capitalismo.
III. La participación como organización colectiva
Hasta ahora hemos hecho énfasis en la construcción de conciencia. Comenzamos el apartado anterior diciendo que impulsar la participación popular es construir conciencia, que no puede haber participación popular sin conciencia. Estamos convencidos de que ésta es una condición necesaria para la participación; Sin embargo, la conciencia no es una condición suficiente para la participación. Esto quiere decir que existe otro factor igualmente necesario para la participación, es decir, la organización .
Para que la conciencia popular sea una conciencia revolucionaria, esta tiene que materializarse en procesos organizativos. Recordemos que uno de los elementos de la conciencia revolucionaria es precisamente la disposición a luchar por el cambio. Ahora bien, esta disposición de lucha no puede satisfacerse si se limita a lo individual, es decir, si no se traduce en organización colectiva. Si bien es cierto que los seres humanos somos agentes, también es cierto que somos agentes de cambio en tanto que somos seres sociales, es decir, que nuestra capacidad de transformar la realidad es únicamente posible como proceso colectivo. Recordemos que nuestra esencia como especie humana es precisamente el conjunto de nuestras relaciones sociales. Es decir, todo nuestro entorno, toda nuestra realidad es construida históricamente a través de la interrelación de los seres humanos como seres sociales. Pues bien, así como nuestra realidad es el producto de la interacción entre sujetos sociales, así mismo, la transformación de la realidad presupone la interacción los sujetos sociales. Es decir, la realidad no se construye ni se transforma a partir de procesos individuales, sino de procesos colectivos.
Aunque esto pareciera ser obvio, no son pocos quienes han perdido de vista esta norma básica, y han centrado su actividad “revolucionaria” en individualidades, ya sea hacia sí mismos, o hacia caudillos o dirigentes mesiánicos. En el primero de los casos, hay quienes pretenden cambiar al mundo por medio del estudio, el desarrollo y el crecimiento individual, pero alejados de todo proceso colectivo. Así, estas personas pueden alcanzar un entendimiento de algunos aspectos de la realidad como la explotación y la opresión, así como de sus causas; pueden darse cuenta de la necesidad de cambio y pueden también querer cambiarla; sin embargo, su actividad siempre estará limitada porque no se dan cuenta de que la única forma de cambiar la realidad es mediante procesos de acción colectiva. Entonces, podemos decir que en estos casos, existe una conciencia crítica individualista, más no una conciencia revolucionaria.
También existen compañeros que piensan que la transformación de la realidad se puede dar a partir de caudillos, es decir, de individuos iluminados a quienes hay que seguir y apoyar ciegamente. En este caso, también puede ser que se tenga una conciencia de la necesidad de cambio y se quiera cambiar la realidad, pero esta conciencia también es limitada pues no logra traducirse en organización y asume que la realidad es producto de voluntades individuales. En este caso, podemos decir que existe una conciencia mesiánica de la lucha, pero no una conciencia revolucionaria.
Desgraciadamente, los pueblos latinoamericanos se han caracterizado históricamente por su conciencia mesiánica, en el sentido de que recurrentemente depositan sus esperanzas de cambio en caudillos y líderes carismáticos. En muchos casos, estos líderes han sido verdaderamente personajes excepcionales, como es el caso de Fidel Castro. Sabemos que la Revolución Cubana debe muchos de sus éxitos y su continuidad a la capacidad analítica y el genio de Fidel, que supo aprovechar las condiciones de descontento que había en la Cuba de Batista, así como la debilidad del imperio y sus contradicciones para llevar la revolución a su consumación. Otro caso es el de Manuel Marulanda, Tirofijo, en Colombia, quien fue artífice del crecimiento militar y político que han tenido las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), así como de su capacidad de continuidad, después de más de 40 años de lucha. Sin embargo, el genio de estos caudillos y dirigentes, muchas veces, ha repercutido en el surgimiento de un culto a la personalidad que obscurece el protagonismo de las masas, del pueblo organizado, en los procesos de lucha. Las masas comienzan a creer que los triunfos en la lucha se deben al caudillo y no a la colectividad y la organización del pueblo, en la que se aprovechan las virtudes de luchadoras sociales, de combatientes, teóricos lúcidos y dirigentes. Ni el más audaz de los caudillos podría incidir en la transformación social sin la fuerza de un pueblo en lucha.
El culto a la personalidad, además de sobredimensionar el impacto de la participación de algunos individuos en los procesos de lucha, provoca necesariamente una pasividad en las masas, que comienzan a esperar que alguien venga de afuera a producir el cambio social que tanto esperan. Así, cuando un caudillo es detenido o asesinado por el Estado, los pueblos con conciencia mesiánica, no encuentran otra opción más que esperar al siguiente caudillo que los pueda liberar. El culto a la personalidad, sobra decir, hace mucho daño a los procesos de lucha. Incluso, se comienza a desarrollar una cultura clientelar, o del asistencialismo, que sólo encuentra la solución a sus problemas sociales en dádivas de fuera, en procesos externos. Muchos de nuestros pueblos hoy, siguen esperando al próximo candidato que sí les va a cumplir.
Nos damos cuenta entonces, que no puede existir una conciencia revolucionaria que sea sólo individual –si bien es en la persona de cada militante y luchadora social que se plasma y se ejerce esa conciencia– sino que para que la conciencia sea revolucionaria, ésta tiene que ser colectiva, y para que sea colectiva, necesariamente tiene que partir de procesos organizativos grupales o colectivos, es decir, de la conjunción de voluntades y acciones, de la articulación entre los sujetos sociales. Esto nos indica que la principal tarea para quienes buscan transformar la realidad es, además de la construcción de conciencia, construir organización. En otras palabras, nuestra tarea debe ser la construcción de pueblo organizado.
IV. La participación militante
Hay hombres que luchan un día y son buenos,
Hay otros que luchan un año y son mejores,
Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos,
Pero hay los que luchan toda la vida... esos son los imprescindibles.
- Bertolt Brecht
Efectivamente, la construcción del pueblo organizado presupone la participación popular, consciente, colectiva y organizada. Sin embargo, hay diferentes tipos y niveles de participación. Algunas veces unos grupos de activistas forman colectivos en torno a demandas inmediatas que se consideran concretas (programas de salud, educación gratuita, libertad a los presos políticos, respeto a los derechos humanos, defensa de la tierra, protección al medio ambiente, etc.,) otras veces a demandas más abstractas o generales (libertad, democracia, equidad, dignidad, etc.) Algunos de estos colectivos pueden variar en tamaño desde algunos cientos, hasta colectivos de dos o tres personas. Utilizan variadas formas de organizarse, como los círculos de estudio, colectivos de teatro, arte, grupos de presión, grupos de solidaridad, organizaciones estudiantiles, círculos obreros, brigadas, bandas etc. Muchas veces, estos colectivos están vinculados unos con otros a través de la solidaridad, aunque no exista ningún vínculo orgánico necesariamente. Otras veces, el pueblo se organiza en comunidades o barrios enteros en resistencia. Estas luchas pueden ser reactivas, es decir, que responden a la ofensiva del Estado, por ejemplo, cuando éste amenaza con quitarles la tierra [24] , o afectar el medio ambiente [25] , o para destituir algún gobernador o funcionario corrupto. En otros casos, la organización de la comunidad es proactiva, es decir, no sólo reacciona ante la embestida del Estado, sino que toma la iniciativa en su proceso de organización, y comienza a construir espacios autónomos, en lo político, económico, cultural, etc [26] .
Todas estas luchas son sumamente importantes y la participación del pueblo en ellas es fundamental, pues es precisamente en estos espacios de resistencia en donde se está gestando el embrión de la rebeldía. Sin embargo, éstas no son suficientes para la transformación social si se mantienen aisladas y atomizadas, sin formar parte de un proyecto político [27] amplio e integral que no sólo construya la resistencia, sino que esté orientado hacia la ruptura con el sistema capitalista y hacia la construcción aquí y ahora de la sociedad nueva, un proyecto de lucha que vincule lo político con lo económico, social, cultural, ideológico, etc. Concebir la resistencia de forma atomizada evita ver la integralidad del sistema capitalista, que funciona como una totalidad que ejerce su dominación en todos los aspectos, desde el poder político hasta el biopolítico, desde lo económico hasta lo social y cultural, a través de la coerción pero también de la sumisión ideológica. Este es un error característico de aquellos que basan su práctica en las “políticas de identidad” [28] que buscan llegar a una transformación social en el terreno de lo simbólico, de la construcción del individuo diverso, pero desligado de la totalidad del sistema. Por el contrario, la vinculación orgánica de las diferentes luchas, resulta en algo más que la suma de las resistencias. Resulta precisamente en la articulación entre lo político y lo biopolítico, en la integralidad de las alternativas o propuestas de ruptura con el actual estado de cosas. Es precisamente esta unidad de lo diverso, lo único que puede ofrecer una alternativa real al sistema capitalista en tanto que en la resistencia se va construyendo el tejido de la nueva sociedad; en el proceso de ruptura del sistema de opresión nace la alternativa de poder. De las ruinas de Ilión surgen las Acrópolis del mañana... pero de ese mañana que ya empezó precisamente hoy.
Ahora bien, no estamos sugiriendo aquí una organización rígida, vertical y jerárquica, como los partidos tradicionales, que desde su Comité Central podían imponer una línea política totalizante que sería seguida ciegamente, sin ser cuestionada, por todas las diferentes estructuras del partido, así como por sus organizaciones de masas. Este esquema pretendía homogeneizar una sola visión, una sola identidad, un sólo camino por el que todos los sectores explotados tendrían que marchar, revistiéndose de una uniformidad de pensamiento y práctica, negando la realidad misma, que como ya antes mencionábamos, nos presenta un sujeto amplio, heterogéneo, complejo y diverso. Por el contrario, cuando hablamos de vincular orgánicamente las diferentes luchas, nos referimos precisamente a ese instrumento (o instrumentos) amplio que permitirá potenciar la diversidad del pueblo dentro de una alternativa de poder integral, nos referimos a la unidad de lo diverso “a lo práctico” como diría Althusser.
Este instrumento organizativo, requiere necesariamente de un nivel de participación que vaya más allá de lo espontáneo, más allá de lo coyuntural, es decir, requiere de la participación militante, requiere de la acción estratégica de militantes comprometidos con la lucha del pueblo. Por supuesto, todo tipo de participación en la lucha es necesaria para la transformación; sin embargo, consideramos que la participación militante es pues, imprescindible, en la construcción de un proyecto de ruptura y de una sociedad alternativa.
¿Qué significa la participación militante?
Cuando hablamos de militancia nos referimos a un compromiso de lucha, con un proyecto integral de transformación social; un compromiso que lleve la práctica política de lo espontáneo y coyuntural a lo estratégico; un compromiso con la liberación de nuestro pueblo. La militancia implica una forma de vida dentro de la lucha, implica una constante preparación y formación teórica y práctica. La militancia es un compromiso y entrega con el pueblo en lucha, a través de un proyecto integral de acción, que es el instrumento por medio del cual se realiza este compromiso. Todo proyecto de transformación social cuenta con colaboradores y simpatizantes, según las posibilidades y la disposición de los individuos, sin embargo, son los militantes quienes forman la columna vertebral de la organización.
Los militantes deben de conocer bien los objetivos y los principios de la organización, los planteamientos políticos, sus bases teóricas, su metodología, su estilo de trabajo, etc. El militante tiene el deber de fortalecer su proyecto de lucha, de hacerlo viable, de defenderlo, pero ante todo, tiene también el deber de dar por terminada su militancia en ese proyecto cuando considere que no se está realizando ahí su compromiso con el pueblo. En este sentido, la militancia no es ciega sino que se deriva del compromiso que tiene el militante con la transformación social, y es este compromiso el que debe prevalecer ante todo. Por ello varios movimientos sociales hoy le han dado el nombre de mística a ese compromiso, no de palabra sino de vida con la lucha liberadora de los pueblos.
El nivel y el tipo de militancia dependen también de las condiciones históricas (objetivas y subjetivas) en que se desarrolle la lucha, así como del nivel de contradicción o antagonismo entre las clases. Esto quiere decir, por ejemplo, que en circunstancias en donde la lucha ha pasado ya a niveles de violencia intensa, o cuando ésta se desarrolla en un clima de criminalización, terrorismo de Estado o de fascismo, la militancia puede requerir de formas de vida más duras, como la clandestinidad o la constante persecución, y se tienen que seguir una serie de medidas de seguridad más rígidas, mientras que cuando la lucha es fundamentalmente política, y no se ha llegado a esos niveles, la militancia implica otras formas menos estrictas. Sin embargo, lo que define a la militancia, en cualquiera de estos casos, es que se trata de una forma de vida en la lucha, que requiere de disciplina y entrega; una entrega consciente a la causa de la liberación de nuestro pueblo, a través de sus instrumentos de lucha.
Ahora bien, cuando decimos que la militancia es una forma de vida y que ésta tiene que observar cierta disciplina, no queremos decir con esto que tenga necesariamente que sacrificar nuestra vida personal, ni que esta disciplina sea una disciplina mecánica que anteponga las obligaciones de la organización al interés personal. Este ha sido uno de los principios de la militancia en algunas organizaciones políticas, que han exigido a sus militantes la total entrega y sacrificio por su organización, por encima de sus intereses personales, llegando a borrar incluso al sujeto, el cual se convierte en un simple medio –objeto– para la realización del interés organizativo. En algunos casos, compañeros artistas, o escritores, o que destacaban en alguna actividad, tenían que dejar sus intereses, pues las necesidades del partido requerían que cubrieran otras necesidades más importantes, aun a costa de su propia satisfacción. Esta forma de militancia ponía en contradicción y abierto antagonismo al individuo frente al colectivo, al interés personal frente al interés de la lucha.
Este dilema entre la vida personal y la vida militante, de hecho, ha existido desde tiempos inmemoriales, y no se reduce al ámbito de la lucha política. Este ha sido un tema recurrente en el desarrollo de las civilizaciones y se ha reflejado en su literatura. Cuando Odiseo, por ejemplo, trata de convencer a Aquiles de que no abandone el combate en Troya, éste le revela el dilema que le fue anunciado en voz de su madre, la diosa Tetis: “Si me quedo aquí a combatir en torno de la ciudad troyana, no volveré a la patria tierra, pero mi gloria será inmortal; si regreso, perderé la ínclita fama, pero mi vida será larga, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto” [29] . En este caso, el dilema se presenta entre la entrega a una larga vida familiar, personal y tranquila, que le es prometida a Aquiles si abandona la lucha, o una corta vida llena de dificultades y sacrificios en el combate, pero que resultará en la trascendencia de sus acciones a través de las generaciones.
Quizá sea mejor y más ilustrativo el caso de la literatura del folklore celta y las leyendas de caballeros medievales para ejemplificar este dilema. Casi la totalidad de los relatos artúricos se desarrollan en un conflicto constante entre el deber y el amor, entre el honor y el bienestar personal. El héroe de estas leyendas, es siempre un caballero andante, de la corte del Rey Arturo, que movido por el deseo de conquistar el honor tiene que llevar a cabo alguna empresa, por lo que ésta se vuelve su único objetivo, y deja todo atrás obsesivamente. El cumplimiento de la empresa se vuelve su destino, pero para poder lograrlo, el caballero tiene que sufrir numerosas dificultades y sacrificios, arriesgando incluso hasta su propia vida. El éxito, sin embargo, depende en gran medida de su lealtad y su disposición a dejar todo por el deber. En la búsqueda del Grial [30] , Perceval consigue llegar hasta el Castillo del Grial gracias a sus sacrificios, entre los que están incluso el amor a su madre, quien muere por el abandono de su hijo. Por el contrario, Gawain, fracasa constantemente pues sucumbe ante los placeres mundanos al quedar atrapado en el Castillo de las Damas. Quien logra finalmente llegar hasta el Grial es Galaad, el más puro de los caballeros, pues es él quien sacrifica todos los placeres anteponiendo siempre el deber. El caso de Lanzarote, es quizá el mejor ejemplo del polo opuesto, pues éste, a pesar de ser el mejor de los caballeros del Rey Arturo, no consigue tener éxito, pues se ha entregado al amor de la Reyna Ginebra. Este amor prohibido lo obliga a tener que decidir una y otra vez entre su lealtad al Rey Arturo y su amor por Ginebra. En última instancia, es esta pasión amorosa –que pone en entredicho el honor y el deber– la que logra finalmente destruir el reino artúrico. [31]
En un caso todavía más drástico, Oliveros de Castilla, un caballero andante que fue desterrado de su propio reino al peligrar su honor, no duda en matar a sus dos hijos –a pesar del terrible dolor que esto le causa– para con su sangre recompensar los servicios de su leal compañero, Artus Dalgarbe, y está incluso dispuesto a quitarle la vida a su propia esposa para cumplir su palabra empeñada y así salvar su honor [32] . Ante el dilema entre el amor de padre o de esposo y el deber, un caballero no tendría la menor duda, tendría que primar el deber.
Pues bien, este esquema de honor caballeresco se puede reflejar muy bien en las organizaciones políticas, que tradicionalmente han antepuesto el deber antes que la satisfacción personal, o que el amor familiar. La tesis que aquí presentamos, sin embargo, es que este dilema sempiterno puede no ser tal, es decir, su resolución no tendría que pasar por el sacrificio de uno u otro polo. De hecho, el tener que escoger, por ejemplo, entre la familia y la lucha, ha hecho que muchas veces compañeros valiosos opten por dejar la lucha. O por el contrario, compañeros que al sacrificar todo por la causa del pueblo, han terminado por aislarse totalmente de sus familiares y amigos, con quienes entran en fuertes conflictos, lo que al final de cuentas los va desgastando psicológica y emocionalmente.
Cuando hablamos de que la lucha tiene que ser un proyecto de vida no queremos decir con ello que se pierda nuestra vida por la lucha, sino que nuestra vida camine en una orientación de lucha revolucionaria, que nuestros placeres y satisfacciones personales, como la vida de pareja, la vida familiar, la formación académica, etc., se conjuguen con los procesos de lucha; que nuestras capacidades e intereses personales, como podrían ser el arte, la música, la danza, la escritura, la informática, la radioafición, etc., no se vuelvan obstáculos para la militancia ni queden enterrados debido a las tareas del partido, sino que puedan encontrar su desarrollo en la lucha y potenciar a la organización. Por supuesto, tampoco se puede sacrificar la lucha por el interés personal. Tiene que haber un balance entre estos dos polos. Si bien es cierto que este balance es difícil de lograr, creemos que es imprescindible para la continuidad de toda organización política.
Este balance no se entiende como una simple unión de dos partes, en el sentido de que exista la vida personal aparte de la vida política y sólo se necesite sumar estas dos, o llevarlas de forma paralela. Esto presupondría una vida política diferente a una vida personal, como dos ámbitos de vida independientes uno del otro. Lo que queremos decir aquí es que la vida política es también la vida personal. En este sentido, el reto es crear una vida de lucha en la que haya desarrollo personal y colectivo, una vida de lucha en la que haya amor, humor, creatividad, apoyo mutuo, dinamismo, etc. Todo militante necesita buscar la conjugación de su proyecto de vida con su proyecto de lucha.
V. Obstáculos para la participación popular
Después de haber identificado la necesidad de una organización militante y un proyecto de ruptura, debemos ahora ubicar algunas prácticas, actitudes y acciones organizativas que pueden inhibir la participación popular. Esto para evitar que, como se ha visto una y otra vez, el instrumento de lucha del pueblo, en lugar de potenciar su causa, se empiece a convertir en un obstáculo a vencer. Como decíamos al principio, muchas veces nos encontramos con que a pesar de que las condiciones objetivas para la lucha están dadas, es decir, hay miseria, explotación, descontento, etc., el pueblo no sólo no toma parte en las organizaciones populares, sino que además, en ocasiones les tiene cierta desconfianza y recelo, y se aleja de ellas, llegando incluso a adoptar posiciones de derecha. ¿Por qué sucede esto? ¿Qué hace que una organización en lugar de atraer al pueblo, lo aleje?
Pues bien, podemos dividir estos obstáculos en dos, 1) los que tienen que ver con la práctica de la organización, es decir, cuando ésta es incongruente con sus objetivos, y 2) los que tienen que ver con los objetivos mismos de la organización, con su contenido programático.
La práctica incongruente
Cuando una organización está luchando por construir una sociedad democrática, una sociedad sin explotación, sin discriminación, en donde se respeten los derechos humanos, esta organización no puede para lograr su objetivo, ser antidemocrática, o discriminar, o violar los derechos humanos. No se puede luchar por la igualdad cuando se práctica la desigualdad, o luchar por el respeto y la dignidad, cuando en la practica no se respeta a los individuos. No se puede luchar por la libertad cuando se practica el machismo, el sexismo o el autoritarismo. Pues bien, estos principios que parecieran ser sentido común, son en la mayoría de los casos problemas que se reproducen una y otra vez en la práctica política. Este tipo de incongruencia entre los objetivos declarados de una organización y su práctica, hace que el pueblo desconfíe del alcance de la lucha de esa organización y que se desencante de ella, provoca una falta de credibilidad.
Todo discurso de libertad suena necesariamente hueco frente al pueblo cuando en su práctica se reproducen las relaciones patriarcales, cuando los compañeros son machistas, cuando a las mujeres se les discrimina directa o indirectamente. Aquí tenemos que resaltar que en la mayoría de las organizaciones políticas, las mujeres han tenido que enfrentarse a mayores obstáculos que los hombres, pues sufren desde acoso sexual, hasta el hecho de que no se les tome en serio o se les pretenda relegar a tareas superficiales, o incluso se les llega a condenar a reproducir su papel de cuidadoras del hogar. Así, cuando hay alguna reunión o algún evento, casi siempre son las compañeras quienes terminan cocinando o limpiando, mientras que los compañeros son los que toman los papeles protagónicos. Los puestos de dirigencia están dominados por compañeros, mientras que en los niveles más bajos, son casi siempre las mujeres las que tienen que hacer los trabajos más tediosos. Esta realidad no es fortuita, sino que es el reflejo de un machismo velado al interior de las organizaciones, lo que comienza a hacer que las mujeres no se acerquen a la organización, pues en los hechos, sienten que la opresión de género no encuentra solución en la lucha de esa organización. No es casualidad que muchas veces la proporción de hombres y mujeres militantes esté inclinada hacia los varones.
El autoritarismo, por su parte, también se vuelve un obstáculo importante para la participación popular, pues en las organizaciones autoritarias, el pueblo, en lugar de reafirmarse como sujeto de su propia transformación, se comienza a tratar como incapaz de tomar sus propias decisiones, como quien no puede pensar por sí mismo y sólo tiene que responder a la autoridad central. El autoritarismo inhibe la discusión, el debate, la crítica, etc., lo que impide que la organización autoritaria pueda desarrollarse. Como sabemos, todo desarrollo organizativo y político es el resultado de la relación dialéctica entre los conceptos y verdades ya adquiridos, y la práctica que va resultando en nuevos conceptos. Esto significa que la crítica y el debate, los errores, y el aprendizaje que se deriva de ellos, son imprescindibles para el avance de toda organización. Una organización autoritaria no sabe escuchar a sus militantes o al pueblo, sino que se piensa conocedora de toda verdad. Esto se refleja también en una separación con el pueblo, pues éste al no sentirse escuchado, desconfía de quien le venga a vender verdades.
Otros ejemplos de prácticas incongruentes son el sectarismo, el burocratismo, el paternalismo, el pragmatismo, el despotismo, la falta de autocrítica, etc. Todas estás prácticas no sólo debilitan a la organización misma, sino que hacen que el pueblo se vuelva escéptico y se desencante de la lucha política y social. Pero no sólo es el pueblo el que se desencanta, sino que muchas veces los mismos militantes de una organización comienzan a alejarse o a caer en desviaciones personales al encontrar que su organización no responde a las expectativas que tenían de ella. Así, cuando una organización comienza a actuar incongruentemente, se produce un choque con el ideal del militante, quien tiende a desmoralizarse. Cuando hay desmoralización en los militantes de una organización, también se comienzan a dar problemas personales, emocionales, de estilo, etc. Finalmente, como la relación entre la organización y el militante es dialéctica, cuando los militantes tienen problemas personales y están desmoralizados, la organización también se debilita, y se intensifican las incongruencias en su práctica. Esto es un círculo vicioso.
Cuando la organización no presenta una alternativa viable al pueblo
La participación del pueblo no sólo se puede desalentar a partir de las prácticas incongruentes, sino que también es el resultado de una incapacidad de las organizaciones de ofrecer alternativas viables que resuenen en la realidad cotidiana del pueblo. En la mayoría de los casos, la izquierda y los movimientos sociales y políticos congruentes basan su práctica y su discurso únicamente en la idea de una ruptura con el régimen actual, con el orden social, con el sistema imperante. Por supuesto, la ruptura con el régimen, no nos cansamos de decirlo, tiene que ser parte fundamental de los objetivos y el contenido programático de la organización, si es que ésta verdaderamente aspira a una transformación profunda. Sin embargo, la ruptura por sí misma no es suficiente para que el pueblo tome en sus manos la lucha y participe de las organizaciones. Por el contrario, el pueblo no está dispuesto a sacrificar su cotidianeidad, o a poner en riesgo su vida tal y como es, únicamente por la promesa de un futuro, por la promesa de un conflicto, de una tensión, de un choque, a partir del cual se deriva un futuro.
Esto se vuelve obvio cuando vemos a muchas organizaciones políticas y sociales que se forman a partir de una negación, es decir, en oposición a algo, en contra de algo. Por ejemplo, tenemos los movimientos anti-capitalistas, anti-neoliberales, los frentes anti-represión, anti-discriminación. Surgen los colectivos contra la brutalidad policiaca, contra la explotación, etc. En todos estos casos, la movilización se da en torno a una oposición a algo, a un sistema de opresión; una oposición a algo que se busca destruir. Esto no está mal. Es necesario. Sin embargo, nos ha faltado ir más allá de la destrucción y comenzar a ver la construcción de lo alternativo. Nos dice Ezequiel Adamovsky que toda “ política emancipatoria que, como programa explícito y/o como parte de su ‘cultura militante’ o su ‘actitud’, se presente como una fuerza puramente destructiva del orden social (o, lo que es lo mismo, como una fuerza que sólo realiza vagas promesas de reconstrucción de otro orden luego de la destrucción del actual), no contará nunca con el apoyo de grupos importantes de la sociedad. Y esto es así sencillamente porque los prójimos perciben (correctamente) que tal política pone seriamente en riesgo la vida social actual, con poco para ofrecer a cambio”. [33]
El pueblo ya no está dispuesto a poner en riesgo su “normalidad” por la vaga promesa de que en el futuro, los revolucionarios le van a ofrecer una mejor vida que la actual. Esto significa que el gran reto de las organizaciones populares es, además de luchar por la ruptura con el régimen, comenzar a construir desde ahora esas alternativas de sociedad, esas alternativas de poder popular que tengan resonancia en su realidad cotidiana, que se puedan comenzar a experimentar ya, a vivir ahora, no “después de la revolución” y que sufran sus correctivos, una y otra vez que el pueblo organizado lo requiera. Ya “no hay futuro para una estrategia (o una actitud) puramente destructiva que se niegue a pensar la construcción de alternativas de gestión aquí y ahora , o que resuelva ese problema o bien ofreciendo una vía autoritaria y por ello inaceptable (como lo hace la izquierda tradicional)”. [34]
Construir el poder popular en el presente, en la realidad inmediata del pueblo, tanto a nivel macro, como a nivel micro, es esencial para la transformación social. Este poder popular debe ir construyendo las alternativas y resolviendo las necesidades tanto en lo político (como formas autónomas de gobierno) y económico (procesos de producción autogestivos y comunales) como en lo social y cultural (instituciones autónomas de salud, de educación, de comunicación popular, etc.,) así como en lo que se refiere a la protección misma de estos procesos, como es la autodefensa y los procesos de impartición de justicia popular. Para esto se necesitan conocimientos y habilidades en el manejo de herramientas como el lenguaje, como la planeación participativa, como la animación festiva, como la valoración del ejemplo, como el apoyo mutuo ante situaciones difíciles de la militancia y de la vida cotidiana de los que luchamos por una nueva sociedad.
Si las organizaciones populares no son capaces de ofrecer desde ya esas alternativas viables de vida digna y de poder popular, y no sólo la promesa de un futuro mejor después de la ruptura con el régimen, se corre el riesgo de que el pueblo no sólo no participe sino que comience a adoptar posturas reaccionarias al percibir en las organizaciones revolucionarias y de ruptura una amenaza a su cotidianeidad y a sus libertades de sentir, pensar y actuar de acuerdo con sus ritmos y sus alcances.
VI. Formas de impulsar la participación
Finalmente, presentamos aquí una lista de consejos prácticos para impulsar la participación del pueblo en la lucha social. Esta lista es el resultado de una serie de discusiones con diversas organizaciones y movimientos sociales, que a partir de su práctica han comenzado a desarrollar esta reflexión-acción, que es fundamental para el desarrollo de la lucha. No pretende ser exhaustiva ni completa, sino únicamente enumera algunas ideas que pueden ser útiles para la participación popular.
Partir de la realidad del pueblo : Por ejemplo, las primeras reuniones son convocadas a partir de las necesidades de la comunidad, de la gente. Se tiene que tomar en cuenta la idiosincrasia de la comunidad o el sector con el que se trabaje, conociendo sus tradiciones culturales, su idioma, sus formas de expresión, cosmovisión, etc. En este sentido el discurso del militante tiene que ser entendible por la comunidad, tiene que hablar de lo que les interese, de lo que le resuene al pueblo en su realidad.
Promover la democratización de la organización : Esto significa que se tienen que impulsar la democracia y la horizontalidad al interior de la organización. Descentralizar las tareas y la toma de decisiones, la cual tiene que ser colectiva. Implementar la dirección colectiva.
Respetar las diferencias : En la medida de lo posible, la organización debe buscar ser diversa, pues sólo así será verdaderamente representativa del pueblo que es diverso y heterogéneo.
Confiar en el pueblo : Nadie conoce mejor su realidad que el pueblo mismo, que es el que siente la explotación y la opresión. Esta confianza en el pueblo presupone dejar de lado la actitud de iluminados, que dice que sólo los militantes pueden sacar al pueblo de su engaño. De este modo, es necesario vencer al paternalismo y a la cultura clientelar, buscando siempre que el pueblo se afirme y comience a tomar las riendas de su propio destino, que sean ellos quienes resuelvan sus problemas sin que se tengan siempre que imponer pautas desde afuera. Los militantes deben estar siempre dispuestos a oír a la gente y a tomar en cuenta sus opiniones.
Construir la mística revolucionaria : Es importante siempre construir una identidad y un sentido de pertenencia a la lucha, de modo que el pueblo organizado y en lucha se sienta parte de algo mayor, de algo más grande y milite con gusto en sus organizaciones.
Mantener siempre una ética política : El fin no justifica los medios. Como ya ha sido mencionado antes, no es posible construir la libertad y la igualdad a partir de su antítesis. Es por esto que para ser congruentes con los objetivos de la lucha, siempre se debe actuar éticamente en ella.
Convertir la lucha en un proceso pedagógico : El proceso formativo nunca termina y quien piensa que ya tiene toda la verdad o que no puede equivocarse, deshecha toda posibilidad de desarrollo. Es por esto que es de suma importancia aprender de cada momento de la lucha. De este modo, la lucha se vuelve un aprendizaje tanto para el militante, como para el pueblo.
Impulsar la parte cultural y artística de la lucha : En muchas ocasiones, las organizaciones políticas adquieren un tono solemne y una exagerada rigidez y formalidad. Los discursos se vuelven monótonos y aburridos, la lucha se convierte en algo que no se disfruta, sino algo que se tiene que aguantar. No es extraño que el pueblo no quiera participar. Es preciso entonces, llenar de color la lucha, llevar la revolución hasta los bailes populares, las canciones, los chistes, las celebraciones. Hacer de la lucha un arte y una fiesta.
Reconocer las limitaciones particulares de algunos individuos : Esto significa que todos pueden participar de acuerdo a sus posibilidades y a sus capacidades. Pero no se debe exigir lo mismo a todos, pues habrá quienes por sus condiciones de edad, ánimo, disposición de tiempo, sentimientos, preferencias, enfermedades, etc., no puedan dar lo mismo que otros. Es importante reconocer y valorar lo mucho o poco que cada quien pueda aportar a la lucha.
Desarrollar la crítica y la autocrítica : Toda organización que no acepta la crítica y no practica la autocrítica es una organización derrotada, sin posibilidad de asimilar la realidad y de avanzar. La crítica no es algo malo. Por el contrario, la crítica debe ser algo que se debe buscar e impulsar, pues todos, absolutamente todos los seres humanos cometemos errores. El punto es lograr identificarlos y mejorarlos.
No menospreciar las opiniones de los jóvenes : Muchas veces, las organizaciones políticas comienzan a ser dominadas por sus direcciones históricas, imposibilitando la reproducción generacional de la misma. Esto se puede ver cuando son pocos los jóvenes en las organizaciones, o cuando se les menosprecia por “no tener experiencia”. Muchas veces, lo que se necesita precisamente es la visión de los jóvenes para poder hacer avanzar a las organizaciones.
No se debe subestimar o sobrevalorar a nadie : Del mismo modo que nadie es redundante, tampoco nadie es imprescindible. Esto significa que todos, por más insignificante que sea su participación, tendrán algo que aportar a la lucha, mientras que nadie sabe demasiado como para no poder aprender.
No prometer lo que no se puede cumplir : Cuando el pueblo crea expectativas, y éstas no se cumplen, esto puede resultar en una fuerte decepción y un alejamiento de la lucha. Es por esto que no se deben hacer “promesas de político” queriendo con ello atraer al pueblo.
Multiplicar las herramientas de comunicación popular : Es de suma importancia hacer uso de los medios de comunicación, y buscar que el pueblo tenga acceso a ellos. Mientras que los medios masivos de comunicación son un pilar fundamental del sistema capitalista, los medios populares de comunicación deben lograr hacerles contrapeso. Es indispensable desarrollar proyectos de radios comunitarias, periódicos populares, propaganda, agitación y difusión, utilizar la tecnología actual, como el Internet, los DVDs, audio y video, etc.
A manera de conclusión, podemos decir que la participación del pueblo en la lucha depende de muchos aspectos y no es algo para lo que existan recetas o fórmulas mágicas, sino que se deriva del carácter de la lucha misma, de sus objetivos, de su contenido, del método, del estilo y de la congruencia de la organización. Impulsar la participación popular no es algo sencillo, requiere de un esfuerzo largo y difícil, requiere de un compromiso militante con la lucha, y sus pocos resultados pueden hacer que muchos se desanimen fácilmente al creerse solos y aislados en su ánimo de transformar la sociedad. Sin embargo, a pesar de estas dificultades, pensamos que la participación popular es indispensable para toda transformación. La sociedad socialista sólo puede ser el resultado de la acción del pueblo, y no de unos cuantos. Es por esto que esperamos que este trabajo pueda ser de utilidad para los procesos de lucha popular y sobretodo, esperamos que ese pueblo organizado, ese pueblo que hoy construye su destino, se vaya multiplicando y comience ya a escribir su propia historia.

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