Por segunda ocasión estaba Simón Bolívar en aquella villa a orillas del verde Neverí y sus sombras de agua. Toda la noche había navegado sobre aquel mar de arisca piel, de pie en la proa de madera mojada en aquella quejumbrosa goleta que partió al sombrearse el horizonte frente a Pampatar.El mismo viento de hielo encrespaba el recuerdo de Cartagena y de La Habana. Aquí vendría en busca de lo que hasta en ese entonces le había sido negado en su misma tierra: el conocer la gloria cara a cara como conquista de victoriosa permanencia.Silenciosamente entró la nave en la ciudad que celebraba casi en silencio, con los últimos rones de la última noche el arribo de un nuevo año. Incierto año que se abría doliente como una llaga rojiza después del aun fresco reguero de sangre y muertes de Aragua, de Santa Ana, de Urica. Bajó de la nave con el va y viene del equilibrio roto por la marea metido en su cuerpo enfebrecido, deslumbrado por aquella luna llena aun rutilante sobre los lados por los que se iba a su Caracas de amores llameantes.Le reconocieron como lo que representaba, la esperanza, más que todo por esa especie de fe por la que los pueblos no se entregan a la inacción a pesar de las terribles degollinas y humillaciones. Los barceloneses le dieron la acogida que temieron darle en el año 14. Era el 1º de enero de 1817. Bolívar ordenó convertir el viejo hospicio de San Francisco, construido en varias jalonadas jornadas por los recoletos franciscanos para que sirviera de base a sus misiones de catequización en esos pueblos perdidos entre las chamizas y los gamelotales de tanta sabana cuarteada. También allí pasaron sus últimos días sacerdotes que habían entregado su energía vital en nombre de su creencia trascendente en el perdón y la conversión por el amor a Cristo; hospicio para huérfanos y ancianos.
Convertir el convento
Bolívar sabía que la ciudad debía tener un fuerte que le permitiese asumir su defensa ante el acoso de los realistas. Realizó todas las tareas para transformar el antiguo convento en un parapeteado bastión defensivo de Barcelona. Allí esperaría con valentía y apresto a los que defendían la dependencia. Allí escribiría cartas a Juan Bautista Arismendi, a Mariño, a Urdaneta en las cuales daba cuenta de su sueño de cabalgar hasta Caracas y de nuevo entrar triunfante para asegurar la reconquista del poder.En esas habitaciones del segundo piso del hospicio pasó las noches el Libertador; sobre el crujiente piso de caobilla y puy sus botas puntiagudas y sus afilados tacones marcan una música sorda de pasos hacia los destinos que su fiebre de fama reventaba como olas salvajes en el pensamiento de tizones encendidos de aquel pequeño genio aun sin mayores laureles. La aurora le vió ojeroso y doblado sobre el rústico mesón trazando rutas y planes de insólitas pretensiones, le sorprendió el sol que venía levantándose desde el naciente pensando proclamas, pronunciando mudas arengas, levantando pendones de sangre ensangrentados, de victorias salpicados, sólo en su más sola soledad, mientras la sórdida ciudad dormitaba en el sopor de aquel enero de cálidas brisas venidas de Maurica.Ir a Caracas, tomar Caracas. Piar estaba equivocado, no era Guayana lo importante, era Caracas, pero el antillano no estaba en su nivel. Eso pensaba Bolívar al saber que el general de dos colores, pelo rojo y ojos azules, ganaba Maturín, ganaba Upata, amenazaba San Félix, ganaba, ganaba, ganaba.
Una debacle inexplicable
Entonces en un arrebato difícil de comprender, a nueve días de acampar en Barcelona, se lanzó Bolívar hacia Caracas por la vía de Píritu. A las tres de la tarde, en la calle El Sol, de la empedrada Clarines, el “indio” Jiménez con sus lanceros le hizo comprender groseramente que una cosa son los sueños y otra cosa son las terribles realidades de esta tierra. En la noche de aquel 9 de enero regresó Bolívar de milagro a su cuarto del hospicio con magulladuras superficiales en las piernas y en las manos pero con huracos horribles en su orgullo.En esa recuperación de la vergonzosa derrota inexplicable el Libertador de América va a pasar casi tres meses. Recibe partes de los hechos auspiciosos de la guerra en el sur del país, supo por el correo de los exitosos sitios de Piar y Cedeño a Guayana La Vieja, sitio de valor estratégico en el control del río Orinoco; se enteró con despecho del cerco a Angostura que mantenía a los realistas casi a punto de rendirse. El celo irrefrenable de Bolívar por su gloria no le permitió esperar más tiempo. Tenía que estar en aquel frente de pelea y no desgastar sus tardes en las tertulias rutinarias que tarde a tarde le llevaban de zaguán en zaguán por las distintas casonas altas y sombreadas de las damas y dones barceloneses tomando café de Bergantín y pequeños buñuelos de yuca con miel de Naricual.El 9 de febrero recibe a Bermúdez en Barcelona y un día después se une a ellos el libertador de oriente, Santiago Mariño, los tres héroes caminan las angostas calles de la ciudad y son recibidos con los máximos honores. La presencia de naves españolas frente a la bahía (Lechería) le sirven de ocupación momentánea.
Dejar Barcelona
Pero el 25 de marzo decidió Bolívar abandonar aquella molicie en Barcelona y dejar encargado del asunto defensivo de aquella ciudad de mansas mañanas al irlandés Chamberlain y al barcelonés Freites. Les pidió a los generales orientales estar pendientes de Barcelona y prestarles ayuda en caso de necesitarla. Bolívar se lleva de Barcelona la mayor parte de las armas y la escasa artillería con la que se podía contar. Aun así, cuando pasa por Quiamare casi es asesinado. Huye hacia adelante. El desamparo y desarme de la población barcelonesa es casi una invitación a tomarla que se les hacía a los soldados realistas. Al abandonarla Simón Bolívar la ciudad quedó desguarnecida y se mostraba como una presa fácil, su reconquista significaba un gran valor político y militar. Aldama y Morales no dudaron.
La suerte del desamparo
Doce días después de Bolívar abandonar a su suerte a Barcelona las tropas del Rey entraron a saco a la desgraciada ciudad. Chamberlain se suicidó, Freites fue herido gravemente y hecho prisionero. Nadie vino en auxilio de la población que inerme y aterrorizada vió como la muerte se cebaba una vez más en sus carnes de pueblo signado por la tragedia. El 7 de abril de 1817 ocurrió uno de los episodios más dolorosos y sangrientos de nuestra epopeya libertaria: la caída de la Casa Fuerte. Aquel día, al atardecer, el olor a humedad salada de la sangre derramada a riachuelos impregnó de pesares a esta ciudad de tal manera que aun hoy no es posible estar en su aposento y no percibirlo en el denso aire de congoja que aquí se ha quedado a vivir.
Centro de oración
La Casa Fuerte, que ocupa una manzana al oeste de la Plaza Bolívar, era originalmente un hospicio franciscano llamado el Convento de San Francisco. Al inicio de la colonia, Barcelona fue el centro de las Misiones de Recoletos, desde donde los frailes salían difundir el evangelio hasta los llanos al sur.
Efigies silentes
Las ruinas de la Casa Fuerte fueron consideradas un monumento recordatorio del desastre que nunca fueron despejadas ni reconstruidas. En la actualidad, las estatuas del general Pedro María Freites y de Eulalia Buroz de Chamberlain vigilan desde las esquinas del parque, frente a la Plaza Bolívar de Barcelona.
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