martes, 22 de diciembre de 2009

La táctica y el discurso (o por qué la fraseología revolucionaria es infecunda)

Por Wilson Spencer
Fuente: Fuerza Revolucionaria (Republica Dominicana)

Nuestro partido, la FR, está inmerso en un proceso electoral que para mí es la primera gran batalla política que libramos desde su fundación; la primera gran batalla en la que la política, no la ideología, predomina en el accionar del partido. La evaluación y puesta en perspectiva de los resultados se hará, claro está, posteriormente. Lo que sí podemos decir es que concebir la táctica de participación en las elecciones, en los términos en que lo estamos haciendo y con el discurso con que lo estamos haciendo, supone antes que nada el abandono de una práctica infecunda, y destructiva, que estaba llevando al partido a la inoperatividad casi total. Esa práctica ha tenido varias expresiones concretas (organizativa, política, ideológica, etc.), pero quizás su expresión más notoria se refiere a lo discursivo: nos dimos a conocer por el radicalismo aparente de nuestro discurso. La aprehensión simbólica de la realidad económico-social y política por medio del lenguaje, no estaba mediada en forma alguna por la política, partía directamente de la naturaleza revolucionaria de nuestro proyecto. Es decir, el discurso era radical al margen de las coyunturas, la realidad política, la correlación de fuerzas, los factores subjetivos, etc., existentes en la sociedad. El mismo discurso que se usaba en las asambleas del partido, era el discurso que se utilizaba en los medios de comunicación, hacia fuera de la organización. ¿Qué había de malo en eso? Que ese discurso se quedó sin realidad; que devino en un discurso fútil, vacío de todo contenido revolucionario, en pura fraseología; un discurso que no prendía en las masas, que no ayudaba para nada ni al avance en términos político ni a resolver los grandes problemas internos que carcomían progresivamente al partido. Por lo tanto, bajo su aparente radicalismo, se escondía un sesgo extremadamente conservador. Uno de los problemas de la lucha revolucionaria, y de la lucha política en general, es la búsqueda de un discurso apropiado, que nombre de forma adecuada las líneas políticas que se trazan en determinadas coyunturas y momentos. Si todo lo que se necesitara es derivar los discursos de los principios, las cosas fueran claras y sencillas; pero no es así, porque si los principios sirven de aliento a los revolucionarios, en el terreno de la lucha política se necesita algo más. El discurso tiene varios niveles: casi todos sabemos que el discurso de la izquierda incluye la igualdad, la democracia participativa, la solidaridad, el antiimperialismo, etc. Ese es un nivel general del discurso que sirve para ciertas cosas (por ejemplo, para elaborar medidas programáticas alternativas y orientar la acción estratégicamente), pero en sí mismo no nos sirve para hacer política en la calle. Para esto último, se necesita un plano de concreción del discurso que debe corresponderse con, o partir de, los objetivos tácticos que se persiguen en cada momento. En otras palabras, el discurso “táctico” no puede contraponerse a los objetivos tácticos. Si nosotros decimos que en estos momentos la vía para cambiar la correlación de fuerzas y situar la izquierda en el centro de la política nacional, es la formación de un frente amplio, donde tengan cabida la izquierda junto a los sectores progresistas y democráticos, y todos/as los/as que estén afectados/as por el neoliberalismo y el sistema corrompido de los partidos tradicionales, el discurso no puede contraponerse a esos objetivos. Todas las manifestaciones discursivas deben ser puestas en función del logro de esos objetivos tácticos; es decir, de la consecución y desarrollo del movimiento unitario. En la medida de lo posible, lo que no contribuya a avanzar esos objetivos, debe ser descartado del discurso coyuntural, táctico. La razón es simple, no todos los potenciales o reales integrantes de ese frente perciben las distintas vertientes de la realidad política a través del prisma ideológico que nosotros las percibimos, ni siquiera tienen los mismos intereses estratégicos que nosotros tenemos, o incluso, pueden tener consideraciones puramente subjetivas para rechazar un discurso que en otros aspectos puede coincidir plenamente con sus necesidades coyunturales. Por eso, es importante tener el mayor cuidado a la hora de decir las cosas. La lucha de los grandes revolucionarios en contra de la “frase seudorevolucionaria” es bien conocida. Carlos Fonseca Amador, fundador del FSLN, ideólogo e inspirador de una de las grandes revoluciones del siglo veinte, ponía en sus escritos mucho énfasis en la necesidad de rechazar la fraseología hueca y buscar un lenguaje radical-creador. Partía Fonseca del hecho de que “la fraseología revolucionaria no garantiza la profundidad del cambio, y más bien al contrario, puede dificultarlo y hasta impedirlo, al implicar toda una vía equivocada. Podemos encontrar palabras en nuestro vocabulario histórico tradicional y en la propia riqueza del idioma, para dar la imagen del carácter radical de nuestro proceso, sin necesidad de apelar a los más conocidos clisés”. Incluso, Fonseca, que escribía con una pluma en una mano y el fusil en la otra, llega a afirmar que es contraproducente o sin sentido el uso de la fraseología para provocar al enemigo. Así, plantea que “a veces se afirma, para justificar la ostentación de las frases revolucionarias, que la experiencia cubana no permite ya sorprender al imperialismo. A esto hay que responder que tal premisa no autoriza para provocar al enemigo”. Fonseca aconseja diferenciar a los receptores del discurso; de ahí que recomiende “que se utilice un lenguaje para dirigirnos a la militancia de vanguardia, y otro para dirigirnos a las amplias masas populares”. Llega tan lejos este revolucionario, este subversivo práctico de la sociedad que combatió, que adscribe carácter socialista a la lucha contra la corrupción en la coyuntura política de su país. Plantea en ese sentido que “es conveniente reflexionar con relación a la inmensa carga socialista que contiene la denuncia del enriquecimiento ilícito de la familia Somoza, lo mismo que el mayor enriquecimiento de la pseudo-oposición burguesa al amparo del régimen somocista”. El carácter revolucionario de los cambios no está, pues, en su definición fraseológica, sino en sus medidas programáticas y sobre todo, en la capacidad para avanzar hacia los objetivos establecidos en coyunturas concretas. Si nosotros/as decimos que hay que garantizar la soberanía alimentaria poniendo énfasis en la producción agropecuaria para el mercado interno, protegiendo la producción nacional, sustituyendo importaciones; si decimos que hay que reformar el sistema educativo y de salud, incrementando los recursos destinados a esos renglones; si decimos que hay que desmontar el ITBIS como forma de lograr alimentación barata para el pueblo, etc., sale sobrando remarcar que nuestros objetivos chocan con las políticas neoliberales y del FMI, y tienen en estos momentos, una carga si no socialista (que no vamos a llegar tan lejos) por lo menos revolucionaria. El discurso revolucionario no puede ser el mismo en todo momento y en todos los lugares; no debe ser el mismo para todas las circunstancias y todas las audiencias. El revolucionario que no entienda esto, que derive sus discursos de sus principios ideológicos, que no sepa diferenciar esas dos instancias, morirá cubierto por un manto de santidad y pureza, pero sin haber hecho ningún avance, ninguna mella al sistema que dice combatir. Será sin lugar a dudas, un revolucionario inútil para la lucha política. Y yo estoy convencido de que si este sistema no contara con ese tipo de revolucionarios, de seguro que los inventa. La FR superó a partir de 2005, el discurso estridente y ofensivo; la fraseología provocadora e insensata, la estridencia infecunda, inútil; y se dispuso a hacer política revolucionaria partiendo de la realidad, a sustituir el “radicalismo estéril” por lo “radical creador” de que nos habla, con sobrada razón, Fonseca. Todavía falta despojarnos de muchas cosas, de legados e improntas que arrastramos de la prehistoria del partido; pero sin lugar a dudas, comenzamos ya a entrar en la historia.

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